Mi obra y sus motivaciones.

Foto de Lorenzo Ugarte Aguilar en Blasco de Garay INTRODUCCIÓN 



El ropaje, segunda piel del hombre, es consustancial con su imagen a lo largo de toda su historia. Una tela en vestido, en velo, en cortina, en sudario, en sábana, en venda, en jirón o trapo, nunca podrá desprenderse de una densa impregnación de connotaciones históricas, sociales y culturales. Su misión principal es ocultar dejando o no adivinar. Y envolver, o flotar, o descorrerse, o plegarse. Puede estirarse dócil o retorcerse nerviosa, o alisarse y amoldarse amparadora; o anudarse o rasgarse con rabia.

Desde el mandato bíblico, el hombre ha tenido en la tela su más cálida y cercana compañera. En la actualidad, mi interés plástico se centra en el gran valor expresivo y poder evocador de la tela y su plegado. Y, como elemento protagonista y único en mis cuadros, intento extraer cuantos ecos y resonancias surjan de su elaboración. Cómo, cuando y por qué he llegado a esta última formulación, surgida después de un largo camino, es lo que abordo a continuación.



EL ÚLTIMO CAMBIO 



Hace ocho años abandoné los procedimientos técnicos tradicionales de la pintura y enfoqué mi indagación hacia las nuevas técnicas y modos de expresión plástica. Este cambio fue consecuencia del súbito interés que despertó en mí la pintura matérica, el “collage” y el mundo de lo objetual. En cuanto al contenido, también hubo simultáneamente una gran transformación debida a factores que explicaré más adelante. 



Hasta entonces, y durante diez años, yo venía practicando una pintura al óleo de intención testimonial de denuncia y con fuerte carga de subjetivismo existencial. La violencia desesperada, motivación que se había gestado en mis lecturas de Sartre y otros existencialistas, se abría paso como podía por la superficie de mis cuadros, llenándolos de brumas, angustia y tensión. Porque, aunque ya no estaba vigente semejante filosofía, muchas de mis lecturas de aquél género, especialmente “La Nausea” sartriana, habían dejado en mí una profunda huella. Mis cuadros de entonces hubiesen sido apropiadas ilustraciones para conceptos existencialistas puestos en circulación años atrás, durante el apogeo de esta filosofía, como el de “la vida es ese proceso productor de cadáveres”; o, “pensamos porque vamos a morir”; o, “la vida, esa pasión inútil”. Y el conocimiento de las obras de Francis Bacon, que me produjeron una fuerte impresión, me reafirmó en lo que estaba haciendo. Su amarga visión de las cosas se parecía a la mía, aunque buscándola por otros derroteros.



También como en la filosofía existencial, de la que yo bebía, se me entremezcló la problemática religiosa, caldo de cultivo en el que vivimos inmersos los de mi generación. Y esto, junto a otras tensiones debidas a la especial situación política de la España de entonces, tiñó fuertemente mi obra desde comienzos de los años sesenta hasta 1976, año en el que comencé a presentir un cambio en mi talante ante la vida y ante el Arte. 



Así pues, durante aquellos años deambularon por la superficie de mis cuadros soldados esqueléticos envueltos como momias en vendas sangrantes; o seres asustados en llanuras grises cubiertas de cráteres o horizontes próximos al infinito; o personajes oscuros sin ojos que flotaban ingrávidos en las tinieblas de un universo poblado por astros resquebrajados: o personalidades esféricas infladas como globos que lucían chisteras, entorchados, bandas y condecoraciones; o funcionarios de chaqué, ojos de pez y tez de odre podrido que juzgaban a Jesús de Nazaret vestido de camisa y pantalón de hombre corriente; o procesiones de féretros de tabla basta claveteada, numerados y etiquetados, que ascendían en hileras hacia un lugar más allá de las estrellas; o Jesús besado por un Judas vestido de frac ante una fila de centuriones con cascos, botas y metralletas. 



Estos cuadros los realizaba dentro de un figurativismo muy realista y en blanco y negro. Sólo algún detalle de color enfatizaba el foco principal de la composición. Cuando inicié esta serie de cuadros, el Informalismo invadía el quehacer de la pintura en España. El grupo El Paso se había autodisuelto hacía ya varios años. No obstante, en aquél primer informalismo abundaban las connotaciones surrealistas, dadaístas y, también, existenciales. De hecho, en muchos de estos artistas se dejaba ver un trasfondo vinculado a un arte de protesta que denunciaba, a su modo, la situación opresiva de la España de entonces.

Yo no abracé el Informalismo. Por el contrario, me reafirmé con fuerza en el figurativismo por considerarlo más apto y directo para lo que entonces quería decir. Si por un lado ello me supuso cierta soledad, mi actividad fue, gracias a ello, sumamente personal, independiente e intensa.

Diez años, más o menos, después, mediada la década de los setenta, durante algún tiempo estuve presintiendo que estaba al borde de un cambio, y que éste no iba a ser poca cosa. Es cierto que muchas personas mantienen a lo largo de toda su vida una perfecta continuidad de talante mental, psicológico y temperamental. Pero tampoco son infrecuentes los cambios bruscos que alteran el rumbo en forma sustancial. Y estos cambios son debidos a muy diversos factores. Desde los más íntimos y personales, hasta los ambientales, sociales, culturales e, incluso, los políticos.

El cambio de talante psicológico y mental que se iba gestando en mí lentamente, producía en mis cuadros una cierta derivación hacia un mundo más críptico en la intencionalidad, más ambiguo y que se iba aproximando a un surrealismo un tanto “sui generis”. Comenzaron a aparecer grandes cabezas con sus enormes bocas muy abiertas y de cuyos interiores surgían las cosas más insólitas, como bandadas de pájaros siniestros, libélulas o lagartijas, o seres medio hombres medio larvas rompiendo de cascarones a una vida contaminada, o caretas dolientes y desencajadas pendientes de las paredes de confusos laberintos de tablas.

Esta temática de transición, que iba a enlazar más fácilmente con lo que vino después, se alejaba de lo anterior, mucho más directa en su intencionalidad de protesta existencial. Aquellos personajes, inmersos en un universo tenebrosamente hostil, buscaban dentro de mí una urgente liberación, y lo consiguieron más adelante, al menos sobre la superficie de los cuadros.

Y fue casi sin darme cuenta; en realidad, no supuso haber tenido que tomar ninguna gran decisión. El blanco y negro cedió a una gama cromática de tonos relajados, entonados, casi pastel, con predominio de azules y carmines. El óleo liso dejó paso a lo matérico, táctil, textural, en el mundo de lo objetual en “collage”. Y la temática abandonó la bruma, la violencia y las tinieblas y se puso en marcha un mundo de sutilezas poéticas entre lo mágico y lo ritual, la cábala y la adivinanza, la melancolía y la añoranza; o, al menos, eso era lo que yo pretendía y necesitaba. 

Naturalmente, esto no supone ningún análisis crítico de valor. Esta reflexión sobre mis motivaciones explica el valor subjetivo deseable establecido por mí como meta, producto de los tensos y constantes monólogos de cualquiera que se empeñe en la creación. Por supuesto que los empeños unas veces afloran en realidades y que otras nacen muertas, pero, en cualquier caso, aflorados o abortados, los deseos, las ideas y los sentimientos, habrán vivido igual de intensamente.



EL CAMBIO TECNICO 



El cambio técnico, desde el procedimiento ilusionista del realismo al óleo, hasta lo matérico y objetual, se debió, como he visto después, a una cierta frustración sobre necesidades volumétricas, táctiles y texturales que operaba en mí desde mucho tiempo atrás y que encontró su oportunidad en aquella ocasión.

En la Escuela de Bellas Artes yo había escogido la pintura sin ninguna clase de duda. La escultura, por los materiales que tradicionalmente emplea, llamados “nobles”, siempre me había producido una sensación de enorme frialdad. El mármol, el bronce, la piedra, el hierro, las maderas duras e, incluso, el oro y la plata, me resultaban distantes y deshumanizadores. La ausencia de todo color que no fuese el propio del material, hacia de la escultura algo sumamente inhóspito. Ahora pienso que aquella descalificación tan global que, según yo pensaba, la inadecuada a mi sensibilidad de entonces, fue un error. Un análisis introspectivo menos terco hubiese descubierto en mí una gran sensibilización hacia lo matérico, lo objetual y, sobre todo, hacia el volumen. Precisamente, el volumen ha sido una constante obsesión en mi pintura que, paulatinamente, me llevaba a enfatizar la imitación ilusionista mediante el claroscuro y la perspectiva. Y ya entonces, de estudiante, simultaneaba paradójicamente mi rechazo a la escultura con fuertes emociones estéticas ante la imaginería barroca española, los grandes retablos de nuestras iglesias y catedrales, los vitrales y otros objetos de aquel contexto. Aún recuerdo mis emocionados ensimismamientos de entonces ante los grandes retablos de Churriguera, cuyas grandiosas resonancias orquestales comparaba con las de los maestros de la música.

Así pues, mi necesidad subconsciente de volumen se traducía en un figurativismo realista de gran definición y efecto tridimensional.
Mi necesidad de volumen parte, más que del mundo de la escultura, del de los objetos. Después de terminar la carrera, a lo largo de los primeros años mi interés por las imágenes barrocas, los vitrales y los retablos fue derivando hacia sensaciones más complejas dentro del contexto de lo sacro. Los objetos sagrados, en sus peculiares ambientes, eran portadores de extrañas connotaciones tal vez sólo operantes en mí por motivos subjetivos y personales. El “clímax” de las viejas sacristías siempre me ha fascinado. 

Al margen de lo religioso me ofrecía una lectura llena de tensión y magia que partía de los mismos objetos, de sus relaciones fortuitas y de su ambiente. Eran sensaciones sutiles, misteriosas y escurridizas. El frío, las penumbras, el olor y los silencios de las viejas sacristías aún me producen sensaciones misteriosamente enigmáticas. Y me dejaron huella aquellas peculiares vivencias ante armarios repletos de antiguos ornamentos en desuso; o ante hornacinas con santos “Kitsch” en yeso; o ante vitrinas con fragmentos de santos troceados distribuidos en relicarios de dudosa estética; o ante muros donde, en hileras, pendían brazos y piernas en cera dada su condición de “ex votos”. Todo aquello me producía una tensión subjetiva y enigmática ajena a las sensaciones que pueden producir las lógicas connotaciones históricas, culturales y sagradas. Y esta magia que me fascinaba emanaba del terciopelo gastado, la polilla, la borla de hilo de oro, el utensilio obsoleto, el raso sobado y lívido, el agremán desprendido, el cortinón desflecado, el desconchón o la mancha de humedad. Y esto, o su reflejo, apareció pronto en los cuadros de mi primera época, una vez terminada la carrera. Aquello estuvo dentro de un surrealismo donde lo onírico deambulaba ente vitrinas oscuras a medias laicas y a medias sacras.
Aunque he explicado mi temprana afición hacia lo táctil, lo, lo matérico y lo objetual, no quiere decir que considere un error el haber escogido entonces la pintura como medio de expresión. Es solo reparar en que, en realidad, siempre he estado a caballo entre la pintura y la escultura, aunque, la mayor parte de mi trayectoria, solo haya practicado lo último. Y cuando hace ocho años cambié de técnica, lo que hice fue unir mis dos tendencias.



EL CAMBIO DE CONTENIDO 



Cuando en 1976 comencé a experimentar dentro del arte de lo objetual, los cuadros y objetos que construía estuvieron en un principio muy influidos por aquellas vivencias de bastantes años atrás. Surgieron estructuras que recordaban hornacinas de retablo, y, los objetos que adosaba, aún cuando yo intentaba establecer relaciones basadas en el azar al modo de los surrealistas, adoptaban con frecuencia actitudes de puesta en escena mágica, sacra o ritual. Pronto este tipo de referencias tan claras dejaron de interesarme y comenzó mi indagación por lo hecho en este terreno desde los dadaístas y surrealistas.

Naturalmente, esta indagación empezó por los orígenes. El “objeto surreal” de los años treinta puso en marcha, aunque sin mucho convencimiento, mis primeras experiencias. La subversión de la esencia propia de los objetos, tomados de la misma realidad, alterando su significado y función, fue un juego interesante durante algún tiempo, pero distante de mi necesidad interior que pugna por encontrar su camino.

Durante dos años viví obsesionado con los “ready made” de Duchamp, el “Merz” de Schwitters, las cosmogonías de Cornell y con cualquier otro recurso de lo que practicaron en este sentido. Además, por aquellos años, el arte objetual había experimentado un fuerte auge, y, en su experimentación se llegaba a consecuencias tan interesantes como el “povera” y demás manifestaciones la “estética del desperdicio”. Y por entonces estaban en su apogeo las derivaciones del mundo de lo objetual en el “environmental”, el “happening”, el “fluxus” y demás formas de intentar la unión del arte con la vida. Por ello, en mi nueva actividad, no me sentí tan aislado como en etapas anteriores pero, al mismo tiempo, no llegaba a encontrar la sintonía en la que enlazar mi propia necesidad expresiva.

En una segunda fase, fue en el “Pop art” donde creí poder encontrar el punto de apoyo, especialmente en las construcciones de Rauschenberg, que me producían una fuerte impresión. Pero del “pop” sólo llegó a interesarme el aspecto técnico de ciertos “collages” y los materiales empleados, no así su vinculación al mundo del consumo, ni su ambigua aceptación o rechazo del mismo.

Como ya he dicho, aquella lucha conmigo mismo duró dos años. Terminó cuando decidí que era inútil la rebusca por los desvanes y almonedas de lo ya hecho y archivado. Y comprendí que mis necesidades de expresión buscaban situarse en el marco de valores poéticos entendidos al modo tradicional dentro de una estética similar. Entonces puse en marcha una teoría personal dentro de aquella selva del mundo de lo objetual. Y, con una idea preconcebida, me lancé a la rebusca por “rastros” y mercadillos. Y buscaba obsolescencia, humildad, banalidad, desperdicio u depredación junto a connotaciones adecuadas a mi interés. Y en esta actividad viví momentos llenos de fascinación porque en los numerosos “rastrillos” de barriada se pueden tener experiencias visuales inolvidables. Y así, trozos de cadena, clavos, tijeras, pestillos, candados, llaves, anillas, cuerdas, cordeles o trapos, iban encontrando su función dentro de un contexto muy elaborado y muy distante de lo que hasta entonces yo había visto, pues yo intentaba una poética personal dentro de una estética de valores tradicionales. Un mundo diluido, semienterrado, empolvado, que hablara de la irreversibilidad de la acción del tiempo sobre las cosas, que todo lo difumina, lo deja en huella, en recuerdo. Esto quedaba patente en los títulos de los cuadros de mi primera exposición de este género: “Clausura aún vigente”, “Herramienta que fue azul”, Ritual velado”, “Indicio en el olvido”, “Acta testimonial”….

Varios años después de iniciado mi trabajo en este sentido, comprendí que, en la mayor parte de mis cuadros, surgía el problema de una incómoda polisemia producida por relaciones de intención demasiado crípticas. Ello interfería lamentablemente la lectura poética que yo deseaba.

EL PROBLEMA FREUDIANO 



Los clavos, tijeras, anillas, objetos y herramientas punzantes, llaves etc. Como símbolos freudianos habituales y muy gastados, conducían a que mis cuadros fuesen interpretados con frecuencia como portadores exclusivamente de mensaje erótico. Y aunque es evidente que una connotación de este tipo ha estado siempre presente en mi obra, no me conformaba con que fuese tan operante que sugiriese ser la motivación principal. Esta, como ya he dicho, era muy otra. Intentaba una poética de la temporalidad, contingencia, caducidad de las cosas por el efecto depredante. Por ello, aquella interferencia freudiana me producía un constante malestar y no pocas discusiones.

La reflexión me llevó a la simplificación. Eliminé cuantos objetos fuesen susceptibles de interpretación freudiana. Pero comprendí que del incómodo problema surgido era yo el culpable. Pues era evidente que, inconscientemente, me había dejado manejar y conducir por aquellos objetos que buscaban su función habitual como símbolos conocidos. E, incluso, paulatinamente, iban adoptando actitudes llenas de agresividad que desvirtuaba la atmósfera intimista en la que deseaba mantenerme. Y la erótica, como se sabe, no tiene ninguna relación con el intimismo.

Entre todos los objetos seleccionados por mí para la elaboración de mis cuadros, solo uno, la tela, se resistía a ser vinculado claramente a la simbología erótica. Por otro lado, dentro de mis cuadros, este elemento aumentaba paulatinamente su presencia e importancia, aunque siempre manteniéndose en un plano de acompañamiento. Y, de hecho, durante la elaboración de los cuadros que lo contuviese, era grande mi fascinación y placer al adosar la tela, o plegarla, o alisarla o rasgarla. Por ello, su elección como elemento protagonista y único en mis cuadros llegó de una manera lógica y casi sin darme cuenta. El juego con la tela enseguida se convirtió en algo fascinante y sugestivo. Puede emitir sus pulsaciones adoptando un sin fin de actitudes sobre superficies lisas o extendiéndose sobre distintos planos, cubriendo espacios o sugiriendo formas ocultas, dejando entrever o adivinar, envolviendo, abrazando… Y en mi actual enamoramiento de la tela, reparado en el lugar de privilegio que ha ocupado en el arte de todos los tiempos. Ella ha ocupado la mayor parte de la superficie de un enorme porcentaje de cuadros de los grandes maestros, que la han mimado. Y cuando no es tan amplia su presencia, seguro que aparece en el foco principal como fiel compañera de los personajes. Desde las faldas campaniformes del arte rupestre hasta hoy, la tela ha dado mucho trabajo a los pintores.



EL COLOR



Cuando me distancié de la línea de actuación habitual en el arte objetual, buscando una formulación apropiada a mi objetivo, la primera transgresión consistió en la incorporación del color al conjunto de la obra como elemento esencial. Desde los “objetos surreales” de los años treinta, hasta nuestros días, se ha jugado con los objetos sin alterar su aspecto original, y era importante respetar las señales de depredación debidas al uso. Ya en los dadaístas y surrealistas y, después, los neodadaístas y últimas manifestaciones del arte objetual, los añadidos de color suponían algo adjetivo. Porque este arte libera a los objetos de sus características funcionales sólo mediante las asociaciones de provocan vivencias nuevas. 

Yo solo necesitaba de los objetos su forma y su volumen. Su aspecto original desaparecía bajo una capa textural y cromática. Esto desvirtuaba en pare el principal postulado de este arte que se basa en la identificación de la representación con lo representado.
Por esto, si mis comienzos en esta forma de trabajar estuvieron claramente dentro del arte de lo objetual, entendido en el sentido histórico, toda mi actividad posterior se sale de él. Tal vez pueda llamarse “escultopintura”, término que se ha empleado para obras de alguna manera relacionados con la mía.

Desde casi el principio, como ya he dicho, el color ocupaba un lugar relevante para la consecución del mundo que quería organizar, elaborar y transmitir. Sin él hubiese sido otra cosa muy distinta.

 

EL CONTEXTO MATÉRICO 



Cuando hablo de haber adoptado la pintura matérica, lo digo desde un punto de vista amplio. En rigor, este término se emplea en la historia del arte contemporáneo para designar la creación plástica que atiende solo a las cualidades del material por si mismo sin prestar atención a un posible mensaje o significado. Es decir, en la sola presentación de la materia ofrecemos un caudal expresivo que captará el observador y reconocerá en ella valores representativos del acto creador. Mi actitud ante esto es muy distinta. A mí sí me interesa el mensaje; yo me refiero a lo matérico en el sentido de emplear materiales y pastas que cubren mis cuadros, con tierra de obra, arenas, serrines, viruta y crin. Pero al ser cubierto todo por el color selectivo, pierde su relación con este arte, aparte de ser vehículos de un mensaje. Y, como ya he explicado antes, lo mismo ocurría cuando he dicho que adopté el arte de lo objetual.

En mis cuadros siempre he perseguido una gran calidad en la elaboración técnica, lo que me ha llevado al empleo de numerosos recursos como raspados, frotados, aplicaciones con técnicas similares al monotipo, “spray” y otras más que, frecuentemente, simultaneo dentro de una misma obra. 



EXPOSICIONES 



No obstante haber empezado a trabajar en lo objetual en 1976, dos años después expuse en Albert´s de Berlin una colección de cuadros de mi anterior etapa, ya abandonada por mí. Se trataba de la obra de transición entre mi tenebrismo existencial y lo que ocupaba en aquellos momentos. Ocurría que, ante aquel compromiso, consideraba más cuajada mi anterior obra que la que tenía entonces entre manos, la cual aún no me decidía a exponer.

Dos años después presenté por primera vez mis nuevos cuadros. Fue en la galería Aluche de Madrid. En realidad consistió en lo que dentro del “argot” del mundo del teatro pudiesen haber llamado un “ensayo general con todo”. La experiencia no fue mala y me confirmó para seguir por el mismo camino. Sin embargo, esta colección adolecía de una cierta falta de unidad ya que era una selección de lo experimentado por diversas vías. Mayor unidad tuvo la siguiente exposición en 1981 en la Sala Blasco de Garay, también en Madrid. El resultado fue favorable y a partir de entonces mi actividad pictórica tuvo mucha intensidad. Mis rebuscas por “rastros” y mercadillos era constante en busca de objetos apropiados lo que convertía mi estudio en una extraña almoneda del desperdicio.

El mismo año expuse en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Ya entonces surgió el problema de la interpretación freudiana en algunos de mis cuadros. Ello me supuso frecuentes discusiones con los universitarios que visitaban la exposición. Yo me defendía inútilmente de una evidencia que me incomodaba. En Paris expuse en 1982. Fue en la Casa de España también con resultados bastante satisfactorios. No obstante, el problema de la interpretación de los símbolos también me causaba problemas.

En la Galería Orfila de Madrid expuse en 1983. En esta ocasión el problema apareció en toda su plenitud. Mis cuadros resultaron eróticos y agresivos en su mayoría. El trasfondo poético que yo buscaba estaba siendo invadido por otras connotaciones. Comprendí que me estaba dejando conducir por los propios objetos que buscaban ser portadores de sugerencias dentro de la lógica de sus caracteres morfológicos. Y decidí afinar para que esto no ocurriera en las próximas exposiciones. A partir de entonces hubo cambios en mis cuadros destinados a suprimir este problema. 
En esta exposición aparecieron por primera vez mis esculturas. Realizadas con el mismo procedimiento y materiales, fue donde la agresividad se manifestaba más claramente. En la galería Stützpunkt Süd-Ost de Münster, Alemania, expuse el mismo año una colección de obra procedente de mis tres últimas exposiciones.
El año siguiente, 1984, expuse en la galería Goya de Zaragoza. En esta ocasión mis cuadros ya habían experimentado una transformación. Desaparecieron los objetos agresivos, punzantes y de clara interpretación freudiana. Las telas y sus plegados tuvieron una mayor presencia y función. Y la poética que yo buscaba quedó más patente. Este mismo año, obra mía ha figurado en la exposición colectiva de fin de temporada de la galería Skira de Madrid. También en la colectiva de pequeño formato de Orfila, lo mismo que el año anterior.

Hay obra mía en permanencia en las galerías Skira, Orfila y Kreisler de Madrid, en Goya de Zaragoza y en la Stützpunkt Süd-Ost de Münster.

En estos momentos preparo mi próxima exposición concertada con la galería Skira. En ella figurarán exclusivamente las telas, una muestra de las cuales presento junto a este trabajo. 



REFLEXION FINAL 



En los treinta y cinco años que median desde que terminé la carrera en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando hasta hoy, mi trayectoria plástica ha mantenido como hilo conductor las motivaciones debidas a las primeras vivencias adquiridas en mi juventud. Y esta fidelidad, más bien necesidad, ha supuesto con frecuencia no haber podido, o querido, incorporarme a los movimientos de moda en cada momento. Pues cuantas veces lo intenté pronto caía en una cierta insinceridad que provocaba mi retorno a mis temas favoritos. Para mí, la práctica de la pintura ha sido siempre el tránsito de un camino directo y personal entre mis sentimientos y mi obra, como modo de liberación de tensiones y como manera, inútil y utópica, de buscar respuesta a las grandes preguntas existenciales que a cualquiera golpean frecuentemente. 

No creo que, en mi caso, esta postura tan subjetivista pueda llamarse esteticista. Pues el que permanece en esto último, en su aislamiento es insolidario al contacto con el que vive. El “arte por el arte” no me ha interesado. Me han preocupado los mismos problemas que a los demás y los he manifestado frecuentemente en forma asincrónica en lo temporal y ecléctica en lo material. Pero he sido siempre espectador fascinado por los vendavales con los que las vanguardias han sacudido durante todos estos años al arte contemporáneo. Ante lo cual, mi obsesión ha sido la sinceridad y fidelidad a mis propios sentimientos, ideas y convencimientos. 





LORENZO UGARTE

MADRID, 1 DE ENERO DE 1985

FACULTAD DE BELLAS ARTES DE MADRID